lunes, 7 de julio de 2014

El Eterno Retorno

"¿Y si un demonio le dijera que tiene que vivir de nuevo esta vida (la que vive ahora y la que ha vivido siempre) y, además, un número interminable de veces; y que no habrá nada nuevo en ella, sino que volverá a experimentar todos los dolores y alegrías y todas las cosas grandes y pequeñas, todo en la misma sucesión, en la misma secuencia, incluso este viento, y estos árboles, y este esquisto resbaladizo, incluso este cementerio y el espanto, incluso este dulce momento en que usted y yo, cogidos del brazo, murmuramos estas palabras? –Como Breuer permaneciera en silencio, Nietzsche prosiguió––. Imagine que el inmenso reloj de arena de la existencia da vueltas continuamente. Y los dos giramos cada vez como los granos de arena que somos.
Breuer hizo un esfuerzo por entenderle.
–¿Cómo es esta... esta fantasía?
–Es más que una fantasía –insistió Nietzsche–, es más aún que un experimento mental. ¡Escuche mis palabras! ¡Expulse todo lo demás! Piense en el infinito. Mire hacia atrás: imagínese mirando hacia atrás. El tiempo se extiende hacia atrás durante toda la eternidad. Y si el tiempo se extiende hacia atrás, ¿no es posible que lo que pueda pasar haya pasado ya? ¿No es posible que todo lo que ocurre ahora haya sucedido antes? Quienes recorren este sendero, ¿no pueden haberlo recorrido antes? Y si todo ha sucedido antes en el infinito del tiempo, ¿qué piensa usted entonces de este momento, de esta conversación bajo la bóveda de los árboles? ¿No puede esto haber sucedido antes? Y el tiempo que se extiende infinitamente hacia atrás, ¿acaso no puede también extenderse infinitamente hacia delante? ¿No podemos nosotros, en este momento, en todos los momentos, retornar eternamente?
(...)
–¿Sugiere usted ––dijo Breuer– que experimentaré hasta el infinito cada uno de mis actos, cada uno de mis dolores?
–Sí, el eterno retorno significa que cada vez que usted opta por algo, lo hace para toda la eternidad. Y lo mismo sucede con cada acto no realizado, con cada pensamiento abortado, cada elección no tomada. Y toda la vida no vivida permanece dentro de usted, no vivida por toda la eternidad. Y la voz desoída de su conciencia le hablará siempre.
Breuer se sentía mareado: era difícil escuchar. Trató de concentrarse en el inmenso bigote de Nietzsche, que se movía con cada palabra. Como su boca y sus labios quedaban en la oscuridad, no había señales que advirtieran de las próximas palabras. De vez en cuando, su mirada captaba la de Nietzsche, pero era tan penetrante que la desviaba hacia su nariz carnosa pero poderosa, o hacia sus salientes cejas, que semejaban bigotes oculares.
Por fin, Breuer se atrevió a hacer una pregunta.
–Entonces, si lo he entendido bien ,¿el eterno retorno promete una forma de inmortalidad?
–¡No! –exclamó Nietzsche con vehemencia–. Yo enseño que no debe vivirse ni desperdiciarse la vida con la promesa de otra vida futura. Lo inmortal es esta vida, este momento. No hay otra vida, no hay un norte para esta vida, no hay un tribunal apocalíptico donde se nos juzgue. Este momento existe para siempre y usted, sólo usted, es su único público. –Breuer se estremeció. A medida que las implicaciones espeluznantes de la propuesta de Nietzsche se aclaraban, dejó de resistirse y se sumió en un estado de extraña concentración–. Insisto, Josef, en que permita que este pensamiento se apodere de usted. Tengo una pregunta que hacerle: ¿qué le parece la idea? ¿Le resulta abominable? ¿O le gusta?
–¡Me parece abominable! ––exclamó Breuer, casi gritando––. Vivir para siempre con la sensación de que no he vivido, de que no he conocido la libertad, es una idea que me llena de espanto.
–Entonces –lo exhortó Nietzsche–, viva de manera que le permita aceptar la idea con placer.
–Lo que acepto con placer en este momento, Friedrich, es pensar que he cumplido con mi deber hacia los demás.
–¿Su deber? ¿Acaso el deber puede ser superior a su amor por usted mismo y a su búsqueda de la libertad incondicional? Si no ha llegado a ser usted mismo, el deber del que habla no es más que un eufemismo: el uso que ha hecho de los demás para su propio beneficio.
Breuer se armó de energía para otra refutación.
–Existe el deber hacia los demás y yo he sido fiel a ese deber. En esto, al menos, tengo el coraje de mis convicciones.
–Mejor, mucho mejor, Josef, sería tener el coraje de cambiar sus convicciones. El deber y la fidelidad son falsedades, cortinajes tras los que ocultarse. La autoliberación implica un no sagrado, incluso ante el deber. –Breuer, asustado, clavó la mirada en los ojos de Nietzsche–. Usted quiere llegar a ser usted mismo –siguió diciendo Nietzsche–. ¿Cuántas veces se lo he oído decir? ¿Cuántas veces se ha lamentado de no haber conocido la libertad? Su bondad, su deber, su fidelidad, son los barrotes de su prisión. Estas pequeñas virtudes ocasionarán su muerte. Debe aprender a conocer su propia maldad. No puede ser parcialmente libre: sus instintos también ansían la libertad. Esos perros salvajes ocultos en el sótano, ellos también ladran reclamando ser libres. Escuche ,¿no los oye?
–Pero no puedo ser libre –dijo Breuer, implorante–. He hecho promesas matrimoniales sagradas. Tengo obligaciones con respecto a mis hijos, mis discípulos, mis pacientes.
–Para formar hijos primero debe formarse a si mismo. De lo contrario, recurrirá a ellos cuando tenga una necesidad animal, o se sienta solo, o necesite tapar los agujeros de sus remiendos. Su tarea como padre no es presentar otro yo, otro Josef, sino algo superior. Su deber es producir un creador. –Tras un instante de silencio, Nietzsche siguió hablando, inexorable–. ¿Y su esposa? ¿Acaso no está encarcelada por este matrimonio? El matrimonio no debería ser una prisión, sino un jardín en el que se cultive algo superior. Puede que la única manera de salvar su matrimonio sea renunciar a él.
–He hecho promesas sagradas.
–El matrimonio es algo grande. Es algo grande ser siempre dos personas, permanecer siempre enamorados. Sí, el matrimonio es sagrado. Y sin embargo... –La voz de Nietzsche se desvaneció.
¿Y sin embargo? –preguntó Breuer.
–El matrimonio es sagrado. Sin embargo –dijo Nietzsche con aspereza–, ¡es mejor romper con el matrimonio que ser roto por él!
Breuer cerró los ojos y se hundió en sus pensamientos. Ninguno de los dos habló durante el resto del viaje."

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