jueves, 28 de abril de 2011

El tiempo que nos queda

Duele la nostalgia inútil del tiempo perdido.
Laberinto de relojes quietos, de agujas rotas, de horas muertas.
Duele el tiempo perdido. 
Un lamento pendular repitiéndose miserable entre la ausencia 
y el olvido, hora tras hora, minuto tras minuto, segundo tras segundo.
Pero ni siquiera todo ese dolor alcanza para matar ésta última certeza :
Señores todavía es nuestro, el tiempo que nos queda.
Frente al tiempo que vendrá
Frente a las puertas de la inmensidad
Ya comienzan a correr
todos los días que tengo por ver
en el tiempo que vendrá
Sobre el tiempo que me queda 
voy a caminar
Con la luna como escudo 
voy a rescatar
todos los minutos que se pierden
en los cofres oxidados 
de la soledad,
en las cárceles de oro 
de la mezquindad
Todos los minutos, días, años
Brillen al girar amarillas mariposas
(Giran los minutos)
brillen al girar...
(días, años)
Que me quede tiempo para soltar
miles de botellas al mar,
versos que no escribí jamás
para quien me quede por amar,
por encontrar.
Que el tiempo que queda
vuelva vino el agua,
que las manos pobres
vuelvan a los tiempos del pan,
al viento de la dignidad
Que se vuelva piedra
el cielo del injusto
Que mi gente beba 
cántaros de fresca igualdad
Lo que quede 
voy a gastarlo en libertad
Los abrazos,
cada palabra, todo el mar
Todo el aire
Todas las balas de mi voz
Todo mi corazón
Que los instantes que me restan
no me arrodillen la canción
y que ningún imperdonable
se lleve nunca mi perdón
Que todo el tiempo que me queda
no me acostumbre a obedecer
quiero pelear en cada una 
de las batallas por perder
Desde los patios de mi tiempo
me miran los niños que fui,
los hombres que seré mañana
cantando me escuchan venir
Cada uno invitesé
un trago a su salú
del tiempo que le queda
y dejesé amanecer
prendido de un farol,
cantando en la vereda...



lunes, 11 de abril de 2011

Capítulo 2

Parte 1



Parte 2
En esos días del cincuenta y tantos empecé a sentirme como acorralado entre la Maga y una noción diferente de lo que hubiera tenido que ocurrir. Era idiota sublevarse contra el mundo Maga y el mundo Rocamadour, cuando todo me decía que apenas recobrara la independencia dejaría de sentirme libre. Hipócrita como pocos, me molestaba un espionaje a la altura de mi piel, de mis piernas, de mi manera de gozar con la Maga, de mis tentativas de papagayo en la jaula leyendo a Kierkegaard a través de los barrotes, y creo que por sobre todo me molestaba que la Maga no tuviera conciencia de ser mi testigo y que al contrario estuviera convencida de mi soberana autarquía; pero no, lo que verdaderamente me exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberarme era una admisión de derrota. Me dolía reconocer que a golpes sintéticos, a pantallazos maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía abrirme paso por las escalinatas de la Gare de Montparnasse a donde me arrastraba la Maga para visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones del orden y de desorden, de libertad y Rocamadour como quien distribuye macetas con geranios en un patio de la calle Cochabamba? Tal vez fuera necesario caer en lo más profundo de la estupidez para acertar con el picaporte de la letrina o del Jardín de los Olivos. Por el momento me asombraba que la Maga hubiera podido llevar la fantasía al punto de llamarle Rocamadour a su hijo. En el club nos habíamos cansado de buscar razones, la Maga se limitaba a decir que su hijo se llamaba como su padre pero desaparecido el padre había sido mucho mejor llamarlo Rocamadour, y mandarlo al campo para que lo criaran en nourrice. A veces la Maga se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour, y eso coincidía siempre con sus esperanzas de llegar a ser una cantante de lieder. Entonces Ronald venía a sentarse al piano con su cabezota colorada de cowboy, y la Maga vociferaba Hugo Wolf con una ferocidad que hacía estremecerse a madame Noguet mientras, en la pieza vecina, ensartaba cuentas de plástico para vender en un puesto del Boulevard de Sébastopol. La Maga cantando Schumann nos gustaba bastante, pero todo dependía de la luna y de lo que fuéramos a hacer esa noche, y también de Rocamadour porque apenas la Maga se acordaba de Rocamadour el canto se iba al diablo y Ronald, solo en el piano, tenía todo el tiempo necesario para trabajar sus ideas de bebop o matarnos dulcemente a fuerza de blues.
No quiero escribir sobre Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto acercarme mejor a mí mismo, dejar caer todo eso que me separa del centro. Acabo siempre aludiendo al centro sin la menor garantía de saber lo que digo, cedo a la trampa fácil de la geometría con que pretende ordenarse nuestra vida de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea. Incluso esta existencia que a veces procuro describir, este París donde me muevo como una hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad axial, el reencuentro con el fuste. Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho por ocho es la locura o un perro. Abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su vaivén instantáneo y otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras: muñequito insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en fila, de menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de valores tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religioso. Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, las cosquillas, la ética.